Sentimos comunicaros que hemos sufrido una serie de contratiempos que no nos han permitido publicar, como venía siendo habitual, el domingo por la noche. ¡Pero no pasa nada! Nuestro equipo de Historia 2.0 no quería dejaros con las ganas y hemos decidido no atrasar más la publicación, presentando parte de nuestro análisis histórico del capítulo 4 de la serie, «Una negociación a tiempo», para abrir boca.
El análisis se irá completando poco a poco y con buena letra pero mientras esperáis, podéis leer la primera parte de la entrada y conocer una de las instituciones más temibles que ha dado nuestra propia historia, la Santa Inquisición, y quién fue su inquisidor general, Fray Tomás de Torquemada, fraile dominico y confesor de los Reyes Católicos.
Ya sabéis que el capítulo podéis verlo aquí.
Por: Irene Godino Cueto
Inicios del tribunal.
Objetivamente podemos hablar de la Inquisición como una institución, vinculada y fundada por la Iglesia, que tenía dos objetivos fundamentales. Primero, servir como instrumento político – por parte de la monarquía, sobre todo en los siglos XVI y XVII [1]– y segundo, perseguir a todos aquellos enemigos de la fe: judeoconversos, moriscos y protestantes, a brujas y otras desviaciones heréticas [2] y ya en el siglo XVIII, a masones y librepensadores.
La Inquisición toma su nombre de un procedimiento penal específico, la inquisitio, no existente en el derecho romano y que se caracterizaba por la formulación de una acusación por iniciativa directa de la autoridad, sin necesidad de denuncias o acusaciones de testigos.
La Inquisitio Haereticae Pravitatis Sanctum Officium constaba de varias instituciones dedicadas a localizar, procesar y sentenciar a personas relacionadas con la herejía en el seno de la Iglesia Católica.
Fue a finales del siglo XII cuando la Iglesia desarrolló este procedimiento con el decreto del Papa Luciano III Ad abolendam -1184- y en 1230, controlado por el Papa Gregorio IX, es cuando se transforma en una institución nacida en Languedoc -sur de Francia- para reprimir el catarismo o herejía albigense –se comentó en el análisis histórico del anterior capítulo cuando hablamos de la búsqueda del grial por los nazis-. En 1249 se implantaron tribunales también en la Corona de Aragón para detener el catarismo, aunque el Santo Oficio no se asentó como tal, y con ciertas dificultades, hasta que no se hubo instaurado previamente en la Corona de Castilla.
El apogeo de lo que denominaremos «Inquisición Medieval» -para diferenciarla de otra «Moderna» que comienza con los Reyes Católicos- se dio durante la segunda mitad del siglo XIII y sus últimas ejecuciones se llevaron a cabo en 1321. El primer inquisidor que se conoce es Roberto de Brougre -un dominico que, curiosamente, antes había sido cátaro-. Entonces la monarquía tenía un papel bastante pasivo en estas cuestiones.
En esta época ya había tribunales inquisitoriales en lugares tan dispares como Bohemia, Bosnia, Portugal, Polonia o Alemania mientras que los reinos latinos de Oriente, Gran Bretaña, Castilla y Escandinavia carecían de ellos.
Sin embargo, como hemos señalado previamente, en la Edad Moderna con la llegada de los Reyes Católicos y la unión de las Coronas de Castilla y Aragón, se produjo un cambio radical: los monarcas eran conscientes de los problemas religiosos y sociales que acarreaba la cuestión judeoconversa en sus reinos y deseando obtener la legitimación eclesiástica de su poder, instaron al Papa Sixto IV para que dotara por fin a la Corona de Castilla de esta institución.
Lo que desde mediados del siglo XIV preocupaba realmente a las autoridades eclesiásticas y civiles era la gran presencia de judeoconversos. Sospechaban, o sabían más bien, que muchas de aquellas conversiones no fueron sinceras y que se realizaron por miedo y por el deseo de evitar persecuciones y malos tratos. Creían que muchos judeoconversos judeizaban – practicaban clandestinamente la ley de Moisés- y esas sospechas motivaron a finales del siglo XV la creación de la Inquisición española que tendría como fin implantar un modelo confesional – ideológico -de Estado moderno.
Pero este antisemitisto no puede explicarse simplemente por cuestiones de fe. En la ahora España, a partir de finales del siglo XIII, la crisis demográfica y económica sufridas, así como sus consecuencias, fueron factores que desencadenaron la violencia contra los judíos. Los primeros conflictos de este calibre estallaron en Navarra en 1328. En el resto de la Península, la Peste Negra que desoló a toda Europa en 1348 fue la que provocó los mayores desastres demográficos y a raíz de esta crisis, se desató la persecución de los hebreos-.
Sumando todo lo anterior podemos entender que el 1 de noviembre de 1478, el Papa Sixto IV firmara la bula[3] Exigit sincerae devotionis creando así oficialmente el Santo Oficio de la Inquisición en España (1478-1821), que estaría bajo control directo de la monarquía hispánica y cuyo ámbito de acción se extendería después a América -fue Felipe II quien por real cédula estableció la Inquisición en México-, Roma -1542-1965- y Portugal -1536-1821-. El 27 de septiembre de 1480 se nombraron a los primeros inquisidores de la Corona de Castilla -Miguel de Morillo y Juan de San Martín, ambos de la diócesis de Sevilla-, y el primer auto de fe se celebró en Sevilla el 6 de febrero de 1481 donde se quemaron a seis personas. En octubre de 1483, el Papa Inocencio VIII, nombró al famoso dominicano Fray Tomás de Torquemada como primer Inquisidor General en Castilla y Aragón, quien dotó a la institución de una estructura rigurosa y eficaz con la implantación de una serie de tribunales.
Estructura del Santo Oficio.
La estructura y finanzas propias del Santo Oficio se centralizaban férreamente en la persona del Inquisidor General -nombrado directamente por el rey y ratificado por el Papa- y en el Consejo de la Suprema, pero el control directo de la base territorial de la institución se llevaba a cabo a través de los tribunales de distrito.
El Inquisidor General presidía el Consejo de la Suprema y General Inquisición -de ahora en adelante, la Suprema-, y sus criterios se imponían a los miembros del Consejo, que eran nombrados directamente por el rey tras haber sido propuestos por el propio Inquisidor General.
Para García (1999), «la Suprema se erigió en el organismo coordinador de los tribunales de distrito en un intento de controlar la actuación de los inquisidores locales, que en los primeros años de la Inquisición se mostraron extraordinariemante autónomos en sus resoluciones». También juzgaba las apelaciones de causas, arbitraba las situaciones de votos discordantes y se ocupada de los delitos cometidos por funcionarios del Santo Oficio entre otros.
Las sesiones de la Suprema tenían lugar todas las mañanas de los días no feriados durante tres horas por la mañana, y, además, los martes, jueves y sábados se reunían dos horas por la tarde. Por las mañanas se trataban cuestiones de fe y por las tardes se ocupaban de los pleitos públicos y los casos de sodomía, bigamia, hechicería y superstición. Los viernes se analizaban las informaciones sobre la limpieza de sangre y desde 1633 se dedicaron al control de la Hacienda. Ricardo García Cárcel, La Inquisición.
En sus primeros años, el Santo Oficio se extendía por toda la Península -en 1493 ya había un total de 23 tribunales de la Inquisición- exceptuando Galicia, Navarra y Granada. Curiosamente, la crisis económica que se produjo en torno a 1502 estaba ligada en gran parte a la expulsión de los judíos y ésta provocó una reducción de gastos que terminó disminuyendo el número de tribunales.
En cada tribunal había dos inquisidores que solían ser, desde 1.498, un jurista y un teólogo. En un principio había un mayor número de primeros que de los segundos mencionados, pero a partir de mediados del siglo XVI, cambiaron las tornas. También a partir de este periodo se incrementó el predominio del clero secular sobre el regular.
El centro de reclutamiento para los inquisidores -mayoritariemante pertenecientes a la baja nobleza- fueron las universidades. En Toledo, por ejemplo, de 57 inquisidores, 41 de ellos eran licenciados y 14 doctores. En cuanto a su sueldo, a comienzos del siglo XVII ya cobraban 250.000 maravedíes.
No nos detendremos a analizar los principales cargos que desempeñaban los funcionarios dentro del Santo Oficio pues ahondar en toda la cuestión inquisitorial daría para varias entradas y no es el propósito de este texto. Sin embargo, los nombraré y dejaré a la curiosidad de cada uno consultar la bibliografía. Los cargos eran entonces de: procurador fiscal, asesor, consultor, calificador, secretario, alguacil, nuncio, alcalde -carcelero-, médico y familiar – que a pesar de su inocente nombre, participaban en la persecución, arresto y dotaban de información y espionaje a la Inquisición-. Como todos sabemos a estas alturas, el comportamiento de estos funcionarios fue frecuentemente corrupto e irregular y los tribunales aceptaron muy raramente las acusaciones presentadas contra ellos.
El tribunal de la Inquisición funcionó de acuerdo al derecho común derivado del romano y se rigió por textos específicos del derecho canónico -disposiciones de Bonifacio VIII (1298) y Juan XXII (1317)-. Estas normas dieron paso a otras, las instrucciones, que fueron elaboradas por los primeros inquisidores generales.
Los procedimientos de la Santa Inquisición.
El punto de partida para comenzar la instrucción del proceso es la denuncia basada en sospechas suscitadas por comportamientos, gestos o frases por parte del acusado, o bien, a través de la acusación o la indagación que llevaba a cabo directamente el tribunal.
Tras establecerse un tribunal en una determinada ciudad, se daba lugar a un periodo de gracia de unos treinta o cuarenta días en el cual se imponía la obligación de denunciar al Santo Oficio cualquier sospecha de herejía -edicto de fe o de gracia- y en el que los herejes podían confesar y reconciliarse en la fe católica. Con este procedimiento se salvaban de penas posteriores y más graves y sólo cumplían una penitencia menor y pagar una limosna.
Sin embargo, predominaba la respuesta silenciosa y hubo que recurrir al edicto de anatemas que se leía ocho días después del edicto anterior y en el que ya sí se amenazaba con muy graves sanciones a todos aquellos que no delataran a herejes.
Una vez presentada la denuncia -que a principios del s. XVI estaba retribuida-, que implicaba el arresto provisional del inculpado -en prisiones secretas y con total aislamiento durante semanas o incluso meses, tanto material como moral y sin saber quién ni de qué se les acusaba-, intervenía el fiscal. La detención iba siempre acompañada del secuestro de los bienes. Los testigos debían ser cristianos, mayores de catorce años, gozar de plenas facultades mentales, ser lo suficientemente ricos como para no aceptar sobornos y no ser ni parientes ni enemigos del acusado. Si solo había dos únicos testimonios provenientes de mujeres, entonces no permitían condenar a la pena ordinaria, puesto que había muchas reticencias hacia testimonios femeninos.
Sin embargo, la confesión del culpable -bajo juramento- era el testimonio más seguro y su valor era siempre superior al del testigo. La no confesión, mantenida bajo tortura, creaba una presunción favorable hacia el acusado, haciendo impensable una condena.
La sentencia del juez se producía cuando existía «probanza plena», que se daba cuando había una acumulación de pruebas, cuando los testigos concordaban o cuando había confesión.
Las prisiones secretas no eran antros de horror como se nos ha hecho ver a través de la leyenda negra de la Inquisición; los presos eran atendidos según sus propios recursos económicos, aunque cuando al final los procesados abandonaban esas cárceles, se les obligaba a jurar no revelar nada de lo visto o experimentado en los calabozos. Además, el acusado contaba con la figura de un abogado defensor, que era uno de los dos letrados del propio tribunal, cuya función aparte de la principal consistía en animarle a decir la verdad.
La culminación del procedimiento era el auto de fe. Éste consistía en un acto solemne de frecuencia anual, con misa, sermón y lectura de la sentencia. Eran públicos porque servían para instruir e infundir terror. Durante el auto, se humillaba al condenado, lo que conseguía impresionar al pueblo cristiano y exaltar su religión.
Uno de los autos de fe más espectaculares fue el que se produjo en la Plaza Mayor de Madrid en 1680.
Las penas.
Eran tres las clases de penas que se combinaban irregularmente en cada sentencia -ver tabla-. Por ejemplo, antes de 1530, las condenas a muerte eran muy numerosas.
No fue exclusivo de la Inquisición e incluso los propios inquisidores se mostraron más bien moderados a la hora de aplicarla, aunque no por humanidad sino porque no confiaban en su eficacia.
La tortura judicial se utilizaba para hacer confesar al acusado de su delito en el caso de que hubiese indicios de culpabilidad pero no pleno convencimiento. También cuando no quería confesar o sus declaraciones variaban. La tortura se practicaba siguiendo unas estrictas normas de duración, técnica y frecuencia y de hecho, durante su ejecución, no podía haber derramamiento de sangre ni mutilación de miembros. Un número considerable de torturados acababan soportando y sobreviviendo al tormento que principalmente se presentaba de tres formas distintas: garrocha -ser colgado por las manos con pesos en los pies quizá para dislocar brazos y piernas-, toca -atar a la víctima y meterle en la garganta una toca o paño mojado en agua para obligarle a beber- y potro -el más corriente-.
A los relajados que se arrepentían se les daba muerte por garrote antes de quemarlos en la hoguera. Solo se quemaba vivos a aquellos reos que en el último momento no se arrepentían.
La Inquisición persiguió también los delitos ideológicos como la discrepancia respecto a la ortodoxia católica, por lo que controlaron puertos de mar y pasos pirenaicos para vigilar que los mercaderes extranjeros no introdujesen libros sospechosos que dieran rienda suelta a la herejía luterana. Ya incluso desde 1497, los inquisidores se habían preocupado por todo libro en hebreo y por las biblias en romance. En 1500, el Cardenal Cisneros llevó a cabo una espectacular quema de libros árabes en Granada y en 1559, la Inquisición publicó su primer gran índice de libros prohibidos.
De todas las ramas de la cultura, la literatura fue la más perjudicada y de entre sus géneros, el peor parado es el teatro del siglo XVI anterior a Lope, pero también una de sus obras -La fianza satisfecha-. Incluso la Celestina apareció en uno de estos índices en 1632 o El Lazarillo de Tormes, que se publicó finalmente en 1573 sin varios capítulos.
Fin del Santo Oficio de la Inquisición.
Sufrió su decadencia a lo largo del siglo XVIII. Su estado financiero era precario y perdía influencia puesto que la monarquía dejó de prestarle su apoyo. Además, recibía críticas de los ilustrados que pretendían imponer los criterios del Estado sobre la Iglesia.
Sin embargo, aunque estaba suprimida legalmente, aún siguió funcionando desde Cádiz hasta que las Cortes de 1812 reabrieron el debate sobre la existencia del Santo Oficio. En este momento fue suprimida por ser contraria a la Constitución, pero con la llegada de Fernando VII, en 1814 volvía a restablecerse. De ahí, se suprimió de nuevo con el Trienio Liberal y se reanudó en 1823. Finalmente sería definitivamente abolida por el Real Decreto del 15 de julio de 1834, con la firma de la reina regente María Cristina.
[1] Hefele (1869) señala a la Inquisición como “el medio más eficaz para sujetar a la Corona a todos los súbditos, y especialmente, al clero y a la nobleza, en beneficio del poder absoluto de la autoridad del soberano”.
[2] Elementos constitutivos del delito de herejía:
1.- Haber sido bautizado. Por lo tanto, un moro o un judío no pueden ser herejes porque nunca han sido cristianos. En cambio, los conversos sí pueden incurrir en este delito al haber sido admitidos en el seno de la Iglesia.
2.- Incurrir en un error doctrinal.
3.- Ser pertinax, es decir, obstinarse en el error.
Si la herejía sirvió en algún momento como pretexto a intervenciones de índole política, es porque los gobiernos consideraban la herejía como una amenaza para la cohesión de la sociedad, así que el hereje cometía no solo un pecado sino también un delito.
[3] 1. f. Documento pontificio relativo a materia de fe o de interés general, concesión de gracias o privilegios o asuntos judiciales o administrativos, expedido por la Cancillería Apostólica y autorizado por el sello de su nombre u otro parecido estampado con tinta roja. 2. f. Sello de plomo que va pendiente de ciertos documentos pontificios y que por un lado representa las cabezas de San Pedro y San Pablo y por el otro lleva el nombre del Papa.
BIBLIOGRAFÍA
FRAY TOMÁS DE TORQUEMADA
Por: Carmen Herranz García
Tomás de Torquemada Valdespino es, sin duda, uno de los personajes históricos más conocidos y, no por sus buenas acciones precisamente. Y ello es debido a que fue el Gran Inquisidor General durante el reinado de los Reyes Católicos.
A la par que temido, este personaje es enigmático y controvertido pues, como bien explican en el making off de la serie, sus orígenes y ascendencia son discutidos. Si recurrimos a Hernando del Pulgar, secretario de la reina y converso, en su “Claros Varones de Castilla” dice sobre Juan de Torquemada, tío del Inquisidor: “ [Juan] sus aguelos fueron del linaje judíos convertidos á nuestra Santa Fe Católica”. Aunque esto es muy controvertido ya que en 1482, Tomás de Torquemada, funda un priorato dominico en Ávila en donde se exige la pureza de sangre es decir, los componentes de la Orden no podían tener antecedentes judíos.
No se sabe con seguridad en qué localidad nació, los historiadores se debaten entre Valladolid o Palencia, incluso en la población de Torquemada.
Según las crónicas, nace en 1420 dentro del seno de una acomodada y bien conectada familia. En la serie, el enigmático Ernesto resultó ser el padre de Torquemada, don Pedro Fernández de Torquemada quien aparece intentando acabar con la megalomanía de su hijo.
Tomás de Torquemada, no siguió los pasos de su padre sino los de su tío el cardenal y fraile dominico Juan de Torquemada. Durante su adolescencia entró en la Orden de Santo Domingo en el convento de San Pablo en Valladolid. Pronto destacó intelectualmente entre sus compañeros llegando a ser doctor en Teología y ocupar la cátedra de Derecho Canónigo y Teología.
En 1455, es designado como Prior en el Convento de Santa Cruz (Segovia) en donde, según Jerónimo de Zurita, conoce a la infanta de Castilla, Isabel. Las fuentes son contradictorias puesto que Jerónimo de Zurita habla de Torquemada como confesor de la reina sin embargo, otras mencionan que sólo fue confesor de Fernando de Aragón.
En 1478, Sixto IV concede a los Reyes Católicos una bula por la cual se permite la institución de la Inquisición, Isabel de Castilla se muestra reticente permitiendo un plazo para que los judíos tuvieran la oportunidad de convertirse, ya que en principio sólo tenían que pagar un impuesto.
A la par Tomás de Torquemada abre otro proyecto, la creación del convento de Santo Tomás de Aquino en Ávila a partir de las limosnas concedidas por los Reyes y a partir de los bienes confiscados de judíos y otros herejes.
Cuatro años después, Tomás de Torquemada es nombrado Inquisidor General a instancias de Fernando de Aragón. A partir de aquí asentó las bases de la temible Inquisición, creó cuatro tribunales permanentes en Ciudad Real, Sevilla, Jaén y Córdoba, aunque el primero se trasladó poco tiempo después a Toledo.
Para fortalecer y regular la labor inquisitoria se crea el Consejo Supremo de la Inquisición cuyo presidente perpetuo será Torquemada; Este creará en octubre de 1486, un código que refleja su misticismo. En este código se refleja no sólo la actuación de casos de herejía sino también de los seculares.
Torquemada se encontró con una fuerte oposición en Zaragoza, sin embargo, contando con la no actuación del monarca católico logra imponer el tribunal de la Inquisición.
Tal vez, uno de los momentos de auge de la Inquisición es el controvertido asunto del Santo Niño de La Guardia en donde un grupo de judíos crucifica a un niño de esa población, no entraré en escabrosos detalles. Los supuestos culpables fueron condenados y torturados en 1491. Esto supuso una manipulación sobre la población, aumentó el odio de los cristianos hacia los judíos y el temor de los judíos y conversos hacia la Inquisición.
En 1492, Isabel de Castilla conquista Granada, el último reino musulmán en la Península Ibérica. Torquemada ve aquí un nuevo campo en donde asentar el Santo Oficio aunque los Reyes Católicos, debido a la financiación de los ejércitos por los comerciantes judíos, en principio se oponen a Torquemada. Se inicia así una violenta campaña dirigida por los inquisidores, que no hace sino aumentar la indignación y el odio de la población contra judíos y conversos, para presionar a los monarcas. Al final los Reyes Católicos ceden, el 31 de marzo de 1492 Torquemada consigue que musulmanes y judíos sean desterrados de los reinos peninsulares. Su marcha entre 1492 y 1499 supuso grandes pérdidas para la economía de los nobles y de la monarquía por lo que se publicitó su retorno siempre y cuando se convirtieran al cristianismo. Se desplegó así una campaña de conversiones como la del Rabino Abraham Seneor y su familia convenciendo a los judíos para que no se marcharan sino que se convirtieran.
Tomás de Torquemada se retira al convento de Santo Tomás en donde muere el 16 de septiembre de 1498 pasando el título de Inquisidor General a Diego de Deza.
Referencias:
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