¿Qué son las batallas?
Normalmente entendemos por batalla un enfrentamiento directo entre dos bandos opuestos en un espacio y un tiempo concretos. Pero la ambigüedad que prima en las fuentes escritas sobre las batallas nos hace dudar sobre esta percepción. Tal como apunta Ryan Lavelle, para los anglosajones una batalla era un enfrentamiento que implicaba directamente al rey, no solo por la misma presencia regia, sino también por la cantidad de huestes que solían acompañar al monarca. Indudablemente, las fuentes no son precisas a la hora de proporcionarnos los números de los contendientes. Sin embargo, la característica que define una batalla es la propia percepción de quién la relata.[1] Una simple sucesión de escaramuzas también podían ser consideradas como una batalla por parte del escritor medieval. La sucesión de combates en un mismo espacio es considerada varias veces en las fuentes como una única batalla. Incluso cuando una de las partes huye sin luchar se considera en ocasiones que hubo batalla. La deshonra no es únicamente para el que huye, pues no hay honor en derrotar a un enemigo sin luchar. Por esa misma razón, las fuentes pueden maquillar el enfrentamiento para proteger el prestigio del bando vencedor.[2]
Ahora bien, ¿cuándo tenía lugar una batalla? Sabemos que en ocasiones se acordaba un campo de batalla neutro por parte de los caudillos de ambas partes. Esto se debe en gran parte a la ética guerrera de los pueblos de origen germánico. Un ejemplo de “batalla concertada” es la batalla de Brunanburh en el año 937. Ian Heath lo denomina hazalled field, pues se delimitó el campo de batalla con ramas de avellano. Rechazar o traicionar esta propuesta era considerado algo deshonroso y recordemos que el honor era vital en la ética guerrera escandinava.[3]
Por norma general, las batallas tenían lugar cuando dos ejércitos se encontraban en el camino, ya fuera porque preparaban una emboscada o porque aguardaban al enemigo en un punto concreto. Era frecuente el empleo de exploradores para conocer la posición del enemigo. Como en la guerra moderna, no informarse sobre el paradero del rival podía tener efectos devastadores. Un ejemplo de ello es la famosa batalla de Stamford Bridge en el año 1066. Las fuentes suelen estar de acuerdo en que Harald Hardrada se descuidó y no vio venir al ejército de Harold Godwinson. En otras palabras, falló en la vital tarea de recopilar información. Puesto que las rutas que empleaban los ejércitos eran bien conocidas, no era muy complicado plantear una emboscada si el terreno lo permitía. Por otro lado, si se aguardaba la llegada del enemigo, resultaba más sencillo elegir el terreno para combatir. Por citar un caso, en la batalla de Ashdown en el 871, los vikingos esperaron a los sajones en una colina. La altura favorecía al defensor, pues marchar cuesta arriba podía facilitar la desorganización del atacante. De manera recurrente, los vikingos jugaban con el entorno para defenderse. Cavaban hoyos o improvisaban estructuras que les protegiese los flancos u obstaculizase al enemigo.[4]
A cada batalla le acompañaba una preparación ritual. Tanto los cristianos como los vikingos paganos contaban con un procedimiento religioso o místico que realizaban antes de disponerse para el combate. Ambos buscaban el favor divino para alcanzar la victoria. Los cristianos se confesaban y celebraban la eucaristía antes de combatir. Si lograban la victoria, era porque Dios les recompensaba. La derrota, por la misma razón, era vista como un castigo divino. Estos rituales cristianos serían asimilados por los vikingos según se consolidaba el cristianismo entre ellos. Cuando los nórdicos eran paganos, gustaban de emplear la magia para alcanzar la victoria. Por ello, los líderes eran acompañados de magos o hechiceras. Niel Price comenta que empleaban diversos conjuros antes de la lucha. Tenían la función de levantar a los muertos para seguir luchando, envalentonar a sus tropas o acobardar a los enemigos. [5]
Ligada a esta faceta religiosa o sobrenatural se encuentra la figura del berserk, que acaparaba la atención por su ferocidad y misticismo, siendo símbolo de las costumbres paganas vikingas. Eran guerreros que golpeaban sus escudos, aullaban antes de entablar combate y luchaban de manera descontrolada. Aunque les gustara hacer ruido imitando a bestias salvajes, esto era común que lo hiciera también el resto del ejército para intimidar al enemigo.
La primera referencia que tenemos procede del poema Hrafnsmál, que trata de la batalla de Hafrsfjord (872). En este texto, se describe a los berserkers de la forma descrita anteriormente. Desconocemos lo que significa el término berserkr. Algunos lo asocian con bare-sark o llevar piel de oso en referencia a su hábito de combatir con el torso desnudo, llevando nada más que el pelaje de dicho animal. Por otro lado, tenemos a los úlfhednar, que utilizaban pieles de lobo. Tanto los berserk como los úlfhednar creían que adoptaban la forma de un oso o de un lobo respectivamente. Este comportamiento podría lograrse mediante el consumo de drogas, aunque no hay nada claro al respecto -además, es posible que no las necesitasen-. No está muy claro si combatían realmente con el torso desnudo o con pieles encima de armadura. En Heimskringla, la imagen del berserk como “un salvaje que combate semidesnudo” puede estar condicionada por el contexto cristiano en el cual fue compuesto el texto. La Saga Vatnsdaela tampoco especifica que los úlfhednar no llevasen armadura o que las pieles de lobo fueran su única armadura. Pese a que eran buenos guerreros, no tenían buena prensa si tomamos en cuenta las sagas islándicas. En las Islendingasögur son descritos como bandas de guerreros que vivían fuera de la sociedad, comportándose de manera cruel y violenta, aunque también eran considerados guerreros de élite vinculados a Odín.[6]
La batalla…
Probablemente, antes de la batalla tenía lugar una arenga por parte del caudillo. Podía servir como recordatorio para las tropas más inexpertas sobre aquello que se les había enseñado; desde luego, también como un intento de elevar la moral recordando las hazañas de los héroes del pasado.[7] El líder del ejército jugaba un papel primordial en la batalla. Según Philip Sabin, había dos estilos de liderazgo: el de “líder” y el del “comandante”. El primero se caracterizaba por combatir en primera línea con sus guerreros. De este modo, reforzaba la moral de su hueste, aunque se exponía al peligro de caer muerto en combate. El segundo, destaca porque el caudillo mantenía una posición más alejada del combate. Así podía controlar la situación al contar con una perspectiva de la batalla que un “líder” no tenía en primera línea. Y si lo ve necesario, puede desplazarse hacia algún punto donde necesite intervenir. El estilo de “líder” compatibiliza mejor con la manera de combatir de los vikingos; los jefes nórdicos solían combatir junto a su hirdmen, su guardia personal. Contaban con mejor armamento y cualificación para el combate que el resto de sus guerreros. Por ello, debían defender a toda costa a su señor. Si caía, podría desencadenarse un efecto dominó sobre la moral de la tropa. Lo mismo ocurría si alcanzaban al jefe militar contrario, tal como pasó en la batalla de Maldon (991); en ella, Byrhtnoth, jefe militar de los anglosajones, halló la muerte combatiendo junto a su guardia personal. La caída del caudillo suponía un duro golpe moral, pudiéndose producir la huida de todo su ejército.[8]
Los ejércitos tendían a dividirse entre una a cuatro líneas, aunque podrían ser más. Esto podía responder a la cantidad de jefes, ya fueran condes o jarls, que participaran en la batalla. Sabemos que, en Ashdown, los vikingos se distribuyeron en dos líneas al igual que los anglosajones. La distribución de la tropa tiende a reflejar las diferencias culturales o políticas de los vikingos. No es de extrañar que se dividiesen contingentes en función de cuántos jefes tribales hubiese. Recordemos que los aett o las compañías de guerreros se unían por una empresa común. Por esa misma razón, seguían al líder de su banda antes que a cualquier otro. Hay que tener en cuenta que solían combatir juntos durante bastante tiempo, favoreciéndose un sentimiento de “solidaridad”. De hecho, la compenetración de los vikingos era una de sus mejores cualidades a la hora de luchar. La calidad de estos contingentes era desigual. Aquellos con más experiencia en incursiones tendrían mejor equipamiento que los primerizos. Los guerreros mejor equipados solían portar el estandarte –probablemente hubiera más de un estandarte, en función de los jefes militares que estuvieran presentes-.[9]
Las insignias…
El estandarte era el alma del ejército, un elemento totémico del cual se suponía que emanaba magia protectora. En los Annales Fuldenses se habla de signia horribilia para referirse a sus “banderas de guerras” (gunnefanes). Dichos estandartes representaban “monstruos” para sus enemigos. Incluso el rey cristiano Olaf Tryggvason llevaba un estandarte blanco con una serpiente. Pero el animal más representado era el cuervo. En Assandun (1016), el ejército de Knut el Grande llevaba un estandarte blanco en el cual estaba bordado un cuervo. La Crónica Anglosajona recoge que un estandarte similar fue capturado en el 878, al cual llamaron Reafan -similar a reaven, “cuervo” en inglés-. Según los Anales de Saint Neots, si Reafan hondeaba representaba una victoria vikinga, pero si este caía, significaba su derrota.[10] Dicho estandarte se dice que fue tejido por las hijas de Ragnar Lodbrok en un día. Aparentemente, fue empleado y perdido por su hijo Ubbi en el 878. El estandarte de Harald Hardrada Desolatierras (Land-ravager en inglés) también llevaba un cuervo. A él le gustaba que el portador de dicho estandarte le siguiera justo detrás en los ataques, dotando de este modo de mayor ferocidad a sus ataques y llegando a forzar la huida de sus enemigos, tal como ocurrió en la batalla de Humber (1066).[11] Si tenemos en cuenta que esta ave es asociada con Odín, no es de extrañar que fuera un animal muy presente en los estandartes. Y curiosamente, se tiene constancia de que fue empleado hasta el siglo XIII por reyes cristianos.[12]
Durante la Era Vikinga…
los ejércitos tendían a combatir en formaciones densas y cerradas, tanto si se desplegaba caballería como si solo se trataba de infantería. La única excepción serían aquellos ejércitos que pretendían emplear tácticas de escaramuza.[13] El empleo de la caballería por parte de los vikingos era muy ocasional. Los francos, en cambio, solían combatir a caballo para enfrentarse a los vikingos. En Montpensier tuvo lugar una batalla hacia el 982 donde la caballería fue decisiva para derrotar a los vikingos.[14] Sin embargo, los nórdicos eran conscientes de que se encontraban en inferioridad ante la caballería franca. De hecho, es una de las razones por las cuales se apoyaban en las ventajas del terreno y de obras defensivas artificiales. De manera recurrente, levantaban un terraplén rematado por estacadas, incluso también reforzado con zanjas. Durante el asedio de París del 886, sus defensas fueron clave para frenar a la caballería franca. El duque Enrique de Franconia cayó en una de estas zanjas y los daneses se aproximaron para ejecutarle.[15]
Tenemos poca información sobre las formaciones de los vikingos, así como su distribución en el campo de batalla. Gracias a poemas como el de Maldon, sabemos que tanto a los anglosajones como a los vikingos les gustaba emplear el “muro de escudos”. Este término es fruto del imaginario poético para referirse a la formación en la que combatían. No existe por tanto una formación llamada “muro de escudos” como tal o, al menos, no era así llamado por sus contemporáneos. Normalmente, se solía emplear el término clásico de “falange” por parte de los autores, quizás porque no supieran referirse a él de otro modo –además de las influencias clásicas-. Dejando de lado la faceta conceptual, el significado es el mismo. Se trata de una formación defensiva que se apoyaba en las cualidades del escudo. Para que tuviera solidez, debían cooperar un mínimo de filas- lo normal en la Era Vikinga era de cinco a diez filas-. El orden cerrado facilitaba la superposición de escudos y lanzas. No obstante, también sabemos que tanto anglosajones como vikingos hostigaban con jabalinas antes de combatir cuerpo a cuerpo. Esto requeriría más espacio o “margen de maniobra” que un orden cerrado. Es posible que, dado el caso, supieran cuándo cerrar más la formación y cuándo abrir más las filas. No hay evidencias que contradigan esta posibilidad. Es más, los vikingos más curtidos en batalla podrían identificar el momento idóneo para luchar de un modo u otro.[16]
Aunque aparentemente carecían de imaginación al recurrir casi siempre al mismo sistema, la formación cerrada y profunda era la mejor baza del caudillo. Alargar la línea podía significar perder consistencia en el momento de chocar con el enemigo. Normalmente, ambos contendientes buscaban delimitar sus flancos con la disposición del terreno para evitar ser flanqueados. Frecuentemente, dos “muros de escudos” opuestos chocaban, y cuando esto se daba, la cohesión y la disciplina eran esenciales. Se intentaba mantener la presión en una sección de la formación rival, pues si ésta cedía era bastante fácil que se produjese un efecto de “bola de nieve”. Es decir, si una sección se retiraba, era muy fácil que cundiera la desorganización en el resto de los compañeros. Ante un combate igualado, era el cansancio o la experiencia las que tendían a dar el favor a un bando o a otro. La brecha que pudiera ocasionarse solo podía ser reparada mediante tropas de reserva, aunque no era una práctica muy frecuente. Uno de estos casos aislados tuvo lugar en Corbridge en el año 918. Ragnall, rey de York y de Dublín, reservó una división de su ejército antes de la batalla. La llegada a tiempo de las tropas escondidas salvó al ejército vikingo. Lo mismo ocurrió a principios de ese año en su campaña contra Niall Glúndub, arrebatando en este caso la victoria a los irlandeses. No obstante, lo habitual era desplegar todas las tropas al frente, pues no eran frecuentes los flanqueos en la guerra europea de la Alta Edad Media.[17]
Otra de las formaciones practicadas por los vikingos fue la llamada svínfylking-en español se ha traducido como “hocico de verraco” o formación de cerdo”-. Según Stephen Pollington, esta formación estaba destinada a romper la línea de escudos. Su nombre proviene por la semejanza de la formación a una cabeza de jabalí, con colmillos de frente. De manera más abstracta se podría decir que se trata de un triángulo, con la infantería pesada en el frente, seguida por la infantería menos equipada o adiestrada. Con esta disposición de las tropas se buscaba romper la línea defensiva del enemigo concentrado todo el empuje sobre unos pocos rivales.[18]
No obstante, las evidencias de que los vikingos empleasen dicha formación son escasas. Saxo Grammaticus es el autor que más la cita, llamándola cuneus o caput porcinum. Explica que dicha formación tiene bases tradicionales o mitológicas: Odín instruyó a Harald como realizar una formación de este tipo -aunque varios detalles resultan muy ambiguos-. Lo más probable es que esta formación no fuese empleada tal cual la describe Saxo o no de manera igual por todos. De haber estado en uso, lo más probable es que esta tradición se perdiese entre los escandinavos con el tiempo. Por otro lado, el cuneus estuvo presente en la infantería romana, siendo empleada por César. Así pues, no es novedoso que los pueblos germánicos asimilaran dicha formación -en cualquier caso, no es una invención vikinga-. Es más, irónicamente una de las pocas constancias del empleo de esta formación fue contra los vikingos. Richer de Reims, familiarizado con la guerra, cita su empleo por parte de los francos en la batalla de Montpensier. Durante el Alto Medievo, la infantería fue adquiriendo un carácter más defensivo. Dada la función ofensiva de la formación en cuña, el cuneus acabaría por ser más efectivo en la caballería. Probablemente el svínfylking perduró en Noruega, donde las tradiciones guerreras vikingas duraron más tiempo.[19]
¿Y qué hay de la huida fingida? La ejecución de esta táctica, basada en el factor sorpresa, supone en el mejor de los casos en un golpe letal al enemigo. Aunque sea característico de los escaramuzadores a caballo -como los magiares-, seguramente la caballería occidental también podía ser capaz de ejecutar dicha táctica. Es más, los normandos la ejecutaron en Hastings para romper el orden cerrado de Harold Godwinson. La huida fingida implica una reorganización de la tropa una vez alcanzado un punto para volver a la lucha. El problema reside en el riesgo de que la huida “fingida” se convierta en “real”. El pánico o la incertidumbre podrían hacerse con los guerreros en retirada, al ser acechados por el enemigo. Por esa misma razón, resulta muy importante guardar una tropa de reserva para evitar el descontrol absoluto. Los vikingos emplearon la huida fingida en la batalla de Saucort (881), donde se retiraron a una villa perseguidos por los francos. Aprovechando el desorden, los vikingos se dieron la vuelta y empezaron a remontar el curso de la batalla. El rey Luis III de Francia se desmontó en señal de que la retirada no era una opción y consiguió ganar la batalla. Si tenemos en cuenta cómo les gustaba a los vikingos preparar el terreno para combatir, no es de extrañar que empleasen la huida fingida para conducir a sus enemigos a un campo de batalla que les fuera favorable.[20]
La huida “real” era una opción que también tenían en consideración los vikingos. Durante sus incursiones no les interesaba presentar batalla si ésta no la veían necesaria. Se caracterizaban, sobre todo al principio, por rehuir la batalla más que por encarar al ejército de turno. Cuando el interés era la riqueza y salvar sus propias vidas, no había necesidad de arriesgar el botín conseguido. Por esa misma razón, casi siempre contaban con un plan que asegurase su retirada a un terreno inalcanzable (invias loca), ya fuese un campamento o los propios barcos.[21] Por ejemplo, tras la batalla de Dyle (891), los vikingos se retiraron unos a sus barcos y otros hacia algún campamento. Incluso en la derrota era importante mitigar las pérdidas para poder volver a luchar en otra ocasión.[22] Los Jómsvikings, una célebre banda de mercenarios vikingos, contemplaba la retirada cuando los enemigos eran demasiado poderosos. La retirada no era deshonrosa si ésta se hacía obligatoria.[23] Thorkell Dyrdi, líder de los Jómsvikings, así se lo planteó a Olaf Tryggvason en la batalla de Svoldr (1000). Le sugirió al rey noruego que diera la vuelta para que se retirase, pues el enemigo les abrumaba en número y nadie le tacharía de cobarde por ello. Pero Olaf le contestó que “ninguno de los hombres al mando de Olaf Tryggvason consideraba la retirada”. Ningún rey sucumbe al pánico y se retira ante el enemigo”. Acto seguido tocó el cuerno de guerra para juntar toda la flota en torno al buque real. Así pues, vemos que aunque la retirada era comúnmente aceptada, ésta no era siempre una opción.[24]
¿Cuándo se ganaba una batalla? Aunque esta pregunta se presente absurda o ingenua, lo cierto es que tiene bastante sentido. El resultado de una batalla campal puede parecer bastante dudoso. No existía certeza para aquel que combatía que el enemigo que huía lo hacía para no volver. Nada les podía asegurar que el rival no se reorganizase para volver al campo de batalla o combatir en otro terreno. Tal como acabamos de ver, la huida fingida era una provocación para desorganizar al enemigo. En el fragor de la batalla, la idea de perseguir a los vencidos resultaba muy tentadora para los “presuntos vencedores” y, en ocasiones, el líder del ejército no podía hacer nada contra las ansias de botín de sus hombres. La posesión del campo de batalla por parte de uno de los contendientes se suele asociar con la victoria, un concepto que ha perdurado hasta nuestros días. Tras la batalla de Hastings, Guillermo se arrodilló en el suelo y lo besó. Este acto simbólico se puede entender como si Guillermo besara su nueva posesión, refiriéndose al campo de batalla o Inglaterra en sí misma. Pero incluso obteniendo el campo de batalla, el resultado seguía siendo dudoso. Las pérdidas humanas solían ser altísimas como para sacar algún provecho a la victoria cosechada. Probablemente, las fuentes pudieron omitir el resultado pírrico de algunas victorias. Después de triunfar en Ashdown, los anglosajones padecieron dos derrotas ante los vikingos, una de ellas dos semanas después. Pero es lo ocurrido en Ashdown lo que más se recuerda. Por esa misma razón, la conmemoración de una batalla como victoria es crucial para construir la historia de un pueblo. Para rendir culto a un éxito obtenido en el campo de batalla, los reyes solían realizar donaciones a una iglesia cercana. Otra posibilidad era formar nuevas instituciones, tal como hizo Knut el Grande tras la batalla de Assandun. Consideraban que así que expiaban sus pecados tras tanto derramamiento de sangre. Además, de este modo daban las gracias a Dios por la victoria, pues de Él dependía vencer o morir. La literatura servía también como recordatorio de las hazañas de los antepasados. Ejemplo de ello es el poema de Maldon o representaciones pictóricas como el Tapiz de Bayeux.
Por desgracia, es difícil para un historiador moderno enmarcar con exactitud un campo de batalla. Las fuentes tienden a dar vaga información al respecto, por lo que se asocia ocasionalmente con algún árbol u otro elemento tradicional que permite recordar mejor la batalla y su entorno. Su recuerdo siempre recae sobre las generaciones futuras. Si un linaje desaparecía, se perdía el interés por recordar sus gestas. Y por supuesto, la desaparición de documentos literarios o pictóricos es la condena al olvido de cualquier acontecimiento.[25]
Bibliografía
[1] Philip Line, The Vikings and their enemies, 102-103.
[2] Ibid., 133-135.
[3] Ian Heath, The Vikings, 33-46.
[4] Philip Line, The Vikings and their enemies, 103-104.
[5] Ibid., 190-191.
[6] Ibíd., 199-205.
[7] Philip Line, The Vikings and their enemies, 135.
[8] Ibid., 110-112.
[9] Philip Line, The Vikings and their enemies, 112-114.
[10] Ian Heath, The Vikings, 49-50.
[11] Martina Sprague, Norse Warfare, 139-141.
[12] Ian Heath, The Vikings, 50-51.
[13] Philip Line, The Vikings and their enemies, 131-132.
[14] Ibid., 125-126.
[15] Simon Coupland, “The Carolingian army and the struggle against the vikings”, Viator: Medieval and Renaissance studies 35 (2004): 68-69.
[16] Philip Line, The Vikings and their enemies, 119-120.
[17] Ibid., 120-127.
[18] Stephen Pollington, “Los ejércitos del periodo vikingo en batalla”, Desperta Ferro: Antigua y Medieval 26 (2014): 21-22.
[19] Philip Line, The Vikings and their enemies, 122-124.
[20] Ibid., 131-132.
[21] Simon Coupland, “The Carolingian struggle against the vikings”, 67-70.
[22] Philip Line, The Vikings and their enemies, 150.
[23] Mark Harrison, Viking Hesir, 29.
[24] Martina Sprague, Norse Warfare, 269-270.
[25] Philip Line, The Vikings and their enemies, 145-151.
Autor:
CONTEXTO La guerra civil catalana se enmarca en un periodo de guerras civiles también en…
Recesvinto murió el 1 de septiembre del año 672 en la localidad de Gérticos. Allí…
Las Juventudes Hitlerianas (en alemán Hitlerjugend, o simplemente HJ) se formaron en julio de 1926…
El Bazar de la Caridad era un mercado benéfico que se celebraba anualmente en París.…
Acostumbramos a visualizar al hoplita griego como un guerrero cubierto de bronce de los pies…
En la antigua Grecia vivió el pintor más importante de toda la antigüedad: Apeles (nacido…