Acostumbramos a visualizar al hoplita griego como un guerrero cubierto de bronce de los pies a la cabeza, sobre la que porta —cómo no— un brillante casco corintio con un colorido penacho al aire. El gran escudo (llamado aspis) y la larga lanza (dory) completan una imagen más que icónica. Su formación cerrada, la falange, fue —bien lo sabemos— el terror de los persas. Y con ella dominaron durante siglos el fino arte de la guerra.
Posteriormente tanto macedonios como romanos tomaron prestada, y adaptaron, dicha formación militar. Hasta que nuevas épocas trajeron consigo nuevas formas de combatir. Pero no nos adelantemos.
Sabemos mucho en lo relativo a la evolución del armamento griego gracias a la Arqueología. Y, por supuesto, autores clásicos como Heródoto o Tucídides nos narraron con gran épica las más grandes batallas en las que participaron estos guerreros de bronce; pero aquello dista mucho de la concepción original de este tipo de lucha, que surgió, quizás, alrededor de ocho siglos antes de nuestra era.
En aquellos primeros enfrentamientos, normalmente entre poleis vecinas, no se buscaba conquistar un territorio o frenar la política expansionista del enemigo (a excepción, claro está, del singular caso espartano). El hoplita no era tampoco un soldado, se trataba normalmente de un simple campesino o, más a menudo, un terrateniente que tomaba las armas. Pero, ante todo, se consideraba a sí mismo un ciudadano. Y como tal, su labor principal era defender la patria —esto es, su ciudad— del enemigo de turno. Ni más ni menos. No obstante, su enemigo era habitualmente alguien con quien compartía lengua y cultura. Lejos quedaban esos míticos héroes homéricos, normalmente príncipes o reyes, que pelearon en Troya.
Estos ciudadanos armados no buscaban destruir a su oponente, sino simplemente resolver un conflicto concreto. Y, preferiblemente, con las menores bajas posibles, tanto en uno como en otro bando. Hablamos aproximadamente de unas pérdidas de un 5% en el bando vencedor y un 14% en el vencido (Krentz, 1985), lo que nos da una idea perfecta de dicha concepción «conservadora». Pero no solo eso, también se intentaba resolver dicho enfrentamiento en una única batalla, y así apartar de las labores agrícolas el menor tiempo posible a los combatientes.
Y como en todo lo ligado al campo, la ritualística era también algo esencial. Por alguna razón, en nuestra imagen mental de lo que era un combate hoplítico solemos olvidar la fuerte ritualidad a la que estaba ligada cada fase de la batalla. Conocemos bien la prohibición para los griegos de combatir durante ciertas fechas religiosas, así como la habitual tregua —de carácter sagrado— que se acordaba durante la celebración de los Juegos Olímpicos, pero aquellos no eran los únicos ritos que se llevaban a cabo.
Por lo general la lucha contaba con un primer paso ineludible: el desafío oficial de un bando al otro, y la consecuente aceptación de éste a plantarle batalla. No se atacaba por sorpresa si el oponente no estaba preparado. A veces, incluso, se llegaban a acuerdos previos para limitar el número de participantes, intentando con ello combatir en igualdad de condiciones. No debería causar sorpresa que también fuese habitual realizar sacrificios propiciatorios a los dioses antes del combate. Los peanes (cánticos previos a la batalla dirigidos a algún dios, normalmente a Apolo) parecen no surgir hasta el siglo V a. C., pero prácticamente desde el principio se contó con un auletes que marcase el ritmo de avance de la falange con su doble flauta.
La simple acción, para cualquier otro guerrero, de calzarse la armadura se convertía, para el hoplita, en un acto de catarsis. Cubierto prácticamente de la cabeza a los pies, se transformaba en un hombre de bronce. O en una máquina de matar, pues al ya de por sí deshumanizador efecto de la armadura pesada se le agregaba un casco cerrado que apenas permitía vislumbrar los rasgos de la persona que, se intuía, estaba debajo.
Pero esta deshumanización duraba sólo lo que se alargaba el combate. Tras éste, ambos bandos recogían con relativa seguridad a sus muertos. Primero —lógicamente— el vencedor y, tras el reconocimiento formal de la derrota, también a los vencidos se les permitía hacer lo propio. Por último, antes de volver a casa, los vencedores erigían un trofeo en el campo de batalla formado por restos de armadura del bando perdedor. Normalmente, pasado un tiempo, estas ofrendas acabarían trasladándose a algún santuario como dedicatoria a la deidad de turno.
El que este tipo de luchas poco tuviesen que ver con las monomaquias (combates singulares) que nos narraba Homero en su Ilíada, no exime al combate hoplítico de poseer también una fuerte carga heroica. Dicho agón homérico había sido sustituido por un tipo de enfrentamiento colectivo, pero para el mundo griego el combatir seguía siendo motivo de gran honor. En este aspecto es destacable que el gran dramaturgo Esquilo no hiciese la más mínima referencia en su epitafio a su vasta obra literaria, pero sí destacase su participación en la Batalla de Maratón.
Y teniendo esto en cuenta, no ha de extrañar, por tanto, que la posición de cada individuo o cuerpo militar en la batalla se rigiese por este mismo concepto del honor. Los criterios de ubicación dentro de la propia falange eran necesariamente rígidos, pues ciertas áreas (el frente y ambos flancos) eran consideradas de especial relevancia para conservar la cohesión de la falange. Al frente se situaban los llamados promakhoi, guerreros de demostrado valor y gran veteranía en los que se tenía especial confianza para no deshacer la formación en los primeros choques contra el enemigo. Lo mismo ocurría en los laterales de la falange; aunque el más importante, por la propia disposición del armamento, era sin duda el flanco derecho. Como sabemos, el guerrero hoplita portaba el escudo en el brazo izquierdo, defendiendo con ello también a su compañero, mientras que en el brazo derecho blandía la lanza o, llegado el caso, la espada. De esta manera todas las columnas de guerreros estaban bien protegidas a excepción de la última, que era la situada en el flanco derecho, y que no contaba con un escudo «extra» que le defendiese por ese lado. Esta era, sobra decirlo, la posición más peligrosa. Y, por lo tanto, la de mayor honor.
Además, por esto mismo, existía una tendencia natural dentro de la falange a desviarse progresivamente hacia la derecha, buscando la protección del compañero. Esto hacía más importante si cabe que los que guardasen dicho flanco fuesen los guerreros mejor preparados. Un ejemplo perfecto de esto lo encontramos, durante la segunda Guerra Médica, en la disposición del bando griego en la Batalla de Platea (479 a. C.), comandado por el espartano Pausanias, quien ubicó a sus compatriotas en el flanco derecho y reservó la otra posición de honor -el flanco izquierdo- a los atenienses, haciendo formar en el medio de la falange al resto de poleis.
Tenemos por tanto claros elementos de ritualización, grandes conceptos del honor y, por supuesto, una táctica militar novedosa y altamente eficaz. Algo que puede parecer, a priori, excesivo para un tipo de guerrero que estaba, a todas luces, más centrado en la defensa que en el propio ataque. Pero así fueron siempre los griegos, más preocupados por defender su tierra que por conquistar otras. Porque, para eso, ya contaban con el comercio y la filosofía.
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Cuesta Hernández, Alfonso: El combate hoplítico (10 de marzo de 2020) en La Misma Historia [Blog]. Recuperado en: https://lamismahistoria.es/combate-hoplitico/ [Consulta: fecha en que hayas accedido a esta entrada]
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