La cuarta dimensión.
Quizás a alguien le suene a película de ciencia ficción, o a la típica jerga bravucona que soltaría algún(a) matemátic* o físic* con una copa de más entre pecho y espalda.
Es cierto que es un palabro que sale al ruedo en el campo ‘científico’. Sin embargo, su significado es lo que da sentido a toda la historia, pues sin ella no habría nada que estudiar: la cuarta dimensión es el tiempo, que pasa —y pesa, ay— lo mismo para todos.
Como somos una especie antropocéntrica (aunque imagino que algo semejante sucedería a cualquier otro ser vivo; si las vacas escribiesen crónicas, seguro que serían vaca-céntricas), solemos preocuparnos fundamentalmente de nuestra historia: la que protagonizamos con mayor o menor brillantez según el momento histórico y la cultura que consideremos. De hecho, es la única a la que le otorgamos tal nombre: por muy cuarta dimensión que sea también, contar las historias vitales de las vacas, o de los lémures de cola anillada, no es ya “historia”, sino “biología”.
Sin embargo, y como suele pasar cada vez que intentamos montarnos un chiringuito mental perfectamente estructurado, viene la realidad a echarnos un jarro de agua fría en la cara. Pues la frontera entre naturaleza (que solemos considerar “no humana”) y cultura (que sí) no está tan bien delimitada como nos gustaría, y cortar la realidad a cachitos e ir repartiéndolos entre disciplinas “de ciencias” y “de letras” según nos parezca, termina por empobrecer a todo el mundo.
La cultura no sólo integra a la naturaleza, sino que depende totalmente de ella (… ¡y menos mal! Incluso considerando nada más que la alimentación, no querría tener que sobrevivir a base de pastillas sintéticas, ni fluidos intravenosos. Puaj).
Con todo, no negaré la utilidad de ‘dividir’ en trozos aquello que queremos estudiar, ni aunque sea por pragmatismo: la ‘naturaleza’ misma es un concepto tan vasto y malamente definido, que es más práctico delimitar grupos de entidades ‘naturales’ semejantes, y considerar a continuación su interrelación con las culturas humanas.
El grupo o reino del que voy a hablar hoy suele reconocerse fácilmente por las características siguientes:
a) son verdes (la mayoría), y
b) no se mueven (generalmente).
Una definición nada exacta a nivel científico, pero tampoco importa en demasía, si lo que os ha venido a la cabeza ha sido una lechuga, o un pino, o un musgo.
En definitiva: una planta.
La primera pregunta a la que deberíamos responder sería: pero, ¿los vegetales tienen especial relevancia histórica? ¿Está justificado dedicarles mucha atención en nuestra historia?
Y os diré que, cuando uno empieza a escarbar, las evidencias son tan abrumadoras, que no sé ni por dónde empezar. Bueno, sí, pero es un tema tan largo, que ocupa un libro entero; por eso, hoy me limitaré a destacar unos cuantos puntos que creo invitan a la reflexión:
1) Todos comemos plantas.
Todos hemos comido vegetales durante toda la historia; incluso cuando la dieta era abundante en animales, éstos se alimentaban de plantas (me refiero a los animales terrestres, claro; los peces son otro cuento). La historia de la alimentación, íntimamente ligada a la de la agricultura (y ganadería) al menos desde hace 10.000 años, nos habla de revoluciones, guerras, descubrimientos y conquistas. La cantidad de fenómenos sociales e históricos que apuntan a las tierras cultivadas, y a los frutos de esa tierra, es infinita.
2) Pensemos en el comercio, esa actividad civilizada y civilizadora por excelencia; y tomemos como ejemplo el Mediterráneo, que nos cae cerquita y que tan enorme relevancia histórica ha tenido para prácticamente el mundo entero. ¿Cómo te mueves mar arriba, mar abajo, si no con barcos? Y, ¿con qué construyes barcos, sino con materiales vegetales? ¿Cómo inventas las velas y aprendes a embridar el viento, sino gracias a los textiles a base de cáñamo? ¿Cómo fundes los metales necesarios para tus espadas y tus balanzas (conviene ir prevenido; nunca se sabe cómo te acogerán en puertos desconocidos), si no con calor producido con carbón vegetal?
3) Si tenemos en cuenta que la definición clásica de ‘historia’ está ligada al desarrollo de la escritura; y si pensamos que ésta aparece únicamente en comunidades agrícolas — es decir, que siembran y cosechan los vegetales de que se alimentan… deducimos que esta modalidad de relación planta-humanidad es una condición sine qua non para que exista la historia. De hecho, mientras que la palabra civilización comparte origen con <ciudad>, el vocablo cultura significa, además de lo que todos entendemos al escuchar esta palabra, “cultivo”.
Sin embargo, no deberíamos considerar a los vegetales únicamente como personajes secundarios en la película de nuestra vida: no son únicamente un objeto digno de consideración histórica, no. Resulta que son también herramientas de investigación e interpretación histórica.
Vamos, que no sólo sirve el polen y los microrrestos botánicos para los forenses del CSI, sino también para los paleobotánicos/arqueobotánicos que se dedican a investigar misterios culturales tan variopintos como podrían ser, ¿a qué se debió el colapso de la civilización maya? ¿Qué comían los soldados romanos apostados en la muralla de Adriano en la Britannia de los primeros siglos d. C.? ¿Cultivaban olivos en Irán durante tiempos aqueménidas? O incluso, ¿cuándo empezamos a ofrecer flores a nuestros muertos? Y así, suma y sigue.
(Ya sé que los cultivos de olivares persas no quitan el sueño a muchos… pero si alguno de vosotros no podía pegar ojo por culpa de esta tremenda laguna en el saber universal, me complace anunciaros que podéis descansar tranquilos: ya tenemos estudios al respecto).
Los datos (pre)históricos que puede proporcionar la paleobotánica/arqueobotánica o la bioquímica son preciosos e insustituibles como fuente de información complementaria a otras más clásicas (p. ej. los textos escritos o los restos materiales arqueológicos, como cerámicas y objetos varios). Tengamos en cuenta que leer el pasado siempre consiste en elaborar hipótesis —más o menos bien informadas, más o menos bien razonadas— sobre la realidad pretérita; y cada canal de información tiene sus limitaciones, que pueden ser suplidas (hasta cierto punto) por canales alternativos que confirmen, desmientan, o añadan una mayor riqueza de matices, a lo sugerido por las otras fuentes.
(… como escribir cada vez “paleobotánica/arqueobotánica” es un poco cansino, a partir de ahora me comeré la segunda palabra; pero haced como que está ahí.)
En general, uno no se encuentra con flores o frutos perfectamente conservados en el registro arqueológico: por ello, al no ser restos reconocibles a simple vista, hay que echar mano de instrumental más o menos complejo para desentrañar su lenguaje. Lupas y microscopios están a la orden del día, pero pueden realizarse pruebas con nombres más rebuscados, como cromatografías, espectrofotometrías, o incluso análisis de ADN, por mencionar unos cuantos métodos cuya sola mención ya impone cierto respeto.
Una de las técnicas más versátiles dentro del campo de la paleobotánica es el análisis palinológico, que examina, identifica y extrae conclusiones a partir de los restos de polen presentes en una muestra.
(Ya sabéis, polen; ese polvillo amarillo que, cuando pertenece a especies que lo producen abundantemente, y lo lanzan al aire, puede crear graves problemas de alergia a las personas de narices sensibles).
Pues, si bien el polen no es característico de cada planta individual, sí permite deducir información sobre el vegetal del que proviene, e incluso identificar la especie que lo produjo en algunos casos.
Los expertos suelen buscar lugares en los que el suelo haya acumulado muchos estratos de sedimentos, y donde las vicisitudes históricas y geológicas no hayan despeinado en exceso la secuencia de capas. Puesto que los sedimentos van acumulándose año tras año, los más jóvenes encima de los más viejos, si horadamos el suelo con una barrena de metal, extraemos una columna de este suelo, y logramos poner a cada capa una etiqueta con su fecha de deposición, podremos ir leyendo los acontecimientos que dejaron huella en este ‘eje del tiempo’ geológico. Huellas que, en este caso, se traducen en acumulaciones de polen.
¿Que qué tiene que ver esto con la (pre)historia?
Un momento, que voy llegando…
Resulta que el polen es utilísimo como herramienta a partir de la cual reconstruir el medio ambiente de un área, y ello puede permitirnos realizar inferencias valiosísimas sobre el impacto humano en un lugar determinado.
Imaginemos, por ejemplo, un encinar junto a un laguichuelo, allá por el año 900 a. C. Nadie ha descubierto aún este rinconcito de bosque, y las encinas sueltan, cada año, ingentes cantidades de polen (al fin y al cabo, ellas también quieren reproducirse, que para eso les sirve); una parte de este polen cae a las aguas del lago, y sedimenta junto con el fango y los limos que se depositan en el fondo.
Al cabo de un siglo, llega un grupo de agricultores en busca de un asentamiento donde poder sembrar su huerta. Se quedan encantados con las vistas al lago, y talan un tercio de encinar, sustituyéndolo por un campo de trigo y cebada. El polen de estos cereales va a derramarse en el aire y sumergirse en las aguas del lago, quedando reflejado en sus sedimentos; en cambio, la cantidad de polen de encina disminuirá.
Trescientos años después, llega una civilización que trae consigo fraguas y forjas; necesitan carbón para extraer el metal de la mena que sacan de las entrañas de la tierra, y no hay carbón mejor que el de madera de encina… así que arramblan con el encinar que quedaba, y lo sustituyen por más cereales. Como es de esperar, en el fondo del lago el polen de encina desaparecerá junto con el bosque; lo único que quedará será una montaña de polen cerealístico.
Cuando, dos mil quinientos años más tarde y barrena en mano, nos acerquemos a ese lago, perforemos y extraigamos una secuencia de sedimentos, podremos leer en el polen la historia y la influencia que la acción humana tuvo sobre el lugar. Se trata de una técnica que nos permite decir cosas sobre las que no suele quedar nada escrito, pero cuyo impacto sobre la vida de las personas que allí vivieron fue esencial.
No todos los restos paleobotánicos son polen, claro. Los hay que no son más que moléculas, que se han quedado pegadas tranquilamente a la pared de un recipiente cerámico, viendo los siglos pasar. Otros son componentes microscópicos hechos de silicio, los llamados fitolitos (literalmente, “rocas vegetales”), que también pueden emplearse para determinar la presencia de un cierto tipo de vegetal en una cultura y época determinados.
¿Que quieres saber si en China ya comían arroz hace 5000 años? Busca fitolitos de este cereal en tus restos arqueológicos. (La respuesta, por cierto, parece ser que sí. ¡Bien por los fitolitos!)
¿Quieres conocer qué ingredientes llevaban los aceites perfumados en el antiguo Egipto? Intenta analizar los residuos orgánicos en un frasco de perfume, a ver si las moléculas te revelan alguna pista interesante; con suerte, quizás incluso te permitan definir, o descartar, alguno de sus componentes.
¿Un texto clásico asegura que en la antigüedad se añadían resinas al vino, pero querrías confirmar que esta interpretación es correcta? (Ya se sabe: textos en mal estado, traducciones problemáticas… en caso de que sea posible, nunca está de más verificar). Si tengo a mano un ánfora de la época adecuada, veamos qué nos dicen los análisis de sus residuos, a ver si detectamos algún componente diagnóstico que confirme o desmienta la presencia de resina.
Es evidente que no toda la historia puede, ni debe, escribirse a base de rescatar y descifrar restos vegetales. Pero, siendo una herramienta útil y que ofrece información irrecuperable por otros medios, tenerla en cuenta nunca está de más.
Voy buscando metáforas que me sirvan para pensar en la relación entre la cultura y la naturaleza, y todo lo que pueden aportarse mutuamente. Y me enredo, una y otra vez, en la imagen de las fibras del tiempo, con las que vamos entretejiendo nuestra cuarta dimensión.
Quizás naturaleza y cultura sean las dos agujas con las que tricotamos nuestra historia; o tal vez una sea el bastidor en el que tensamos las hebras de urdimbre, para poder tramar el gran tapiz de la humanidad. O quizás sean como los hilos textiles, y los tintes con que los coloreamos: soporte material, e imaginación que crea infinitas posibilidades a partir de una hebra desnuda.
Un tejido sin color es una sábana blanca, un lienzo callado; un color desencarnado no canta mensajes eternos, es luz intangible que se desvanece en un suspiro. Claro que pueden estudiarse por separado. Pero, para mí, la magia empieza en el abrazo, en esa trenza hecha de historias de naturaleza y cultura, que convertimos en líneas paralelas sin darnos cuenta de que las entenderíamos mejor con sus rizos y sus enredos.
Notas
Aunque los materiales con los que se trabaja a menudo son microrrestos, que es de lo que más he hablado en este artículo, en realidad también salen mucho al ruedo elementos como semillas, y otros que, sin ser troncos de árbol, tampoco pueden considerarse micro…
Hay revistas científicas enteras dedicadas a estos menesteres, como puedan ser “Vegetation History and Archaeobotany” (una de mis preferidas a la hora de consultar novedades en este campo); algunas tienen artículos de acceso abierto —en inglés, eso sí—, que pueden dar una idea del tipo de estudios que se cuecen en el sector .
También hay investigador*s patrios que se dedican a estos mundos; una cuyos artículos he consultado a menudo (por enredos triguiles, en los que tiene buen material) es Leonor Peña-Chocarro, que trabaja en el campo agrícola en sociedades pretéritas, y tiene artículos colgados en el portal Academia.edu, por si alguien está apuntado y se los quiere descargar.
… Espera, ¿de verdad hay insomnes por el tema de los olivares en Irán? Vale, os doy la referencia: Djamali et al. 2015. Olive cultivation in the heart of the Persian Achaemenid Empire: new insights into agricultural practices and environmental changes reflected in a late Holocene pollen record from Lake Parishan, SW Iran. Veget Hist Archaeobot, DOI 10.1007/s00334-015-0545-8
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