La Guerra Civil española fue una multitud de guerras. Diferentes aspectos harían de ella una guerra peculiar. Hoy analizamos brevemente cómo la figura del enemigo fue esencial para el combate y cómo todo ello se hizo un lugar en la literatura de la época.
La sangre se derramó en demasía. España permaneció teñida de rojo durante tres largos años de contienda civil. Tres años durante los cuales la opresión, la persecución y la muerte fueron los habituales transeúntes de las calles españolas. Sin embargo, el final de la guerra no supuso la paz. Muy al contrario. La posguerra seguiría teñida del mismo color hematíe, ahora articulado e integrado en un discurso legitimador del Nuevo Estado de Franco.
Aunque las primeras investigaciones pasaron por alto la cuestión de la violencia poniendo su énfasis en las repercusiones económicas de la guerra, desde hace ya unas décadas los historiadores se han embarcado en la aventura del estudio de uno de los aspectos más crudos del contexto bélico. Pero, ¿a qué llamamos terror? Pues bien, el término terror ha sido utilizado para definir una coyuntura especialmente violenta que estalla en el verano del 36 y que se prolonga durante el conflicto en la zona que permanece leal a la Segunda República Española. Esta situación estaría compuesta por diferentes actores, escenarios, acontecimientos y acciones institucionales que conformarán una multiplicidad de violencias, convirtiendo así a la retaguardia en un espacio de transformación social, política y económica pero también cultural y humana. Esta situación propició el escenario perfecto para aflorar las tensiones y los problemas gestados durante los años anteriores. Así, las violencias y el terror fueron la base de las relaciones entre unos y otros, donde la distinción del enemigo se convirtió en un aspecto sustancial.
Tras el fracaso del golpe de Estado del 17 y 18 de julio de 1936, la dinámica de la violencia desatada en una situación de guerra se solapó con la construcción propagandística de la representación del enemigo. En un país cada vez más polarizado, la diferenciación entre el amigo y el enemigo es la distinción que da a los actos y a los motivos humanos una lógica política. En lenguaje y la literatura serían utilizados como un juego que hizo de la palabra propaganda una forma de violencia[1]. El relato del Terror Rojo constituyó un verdadero género en la literatura, en el arte y en las memorias, así como en los dominios jurídicos y penales que tuvieron como fin la represión y la venganza.
La literatura ha dedicado muchas páginas a esta cruenta guerra, pero no sólo la literatura, también el arte y el cine. Las estanterías están repletas de referentes de la guerra del 36 emulando imágenes que, en su día, fueron creadas con un fin, pero que, sin embargo, hoy seguimos repitiendo. Las letras fueron —y siguen siendo— el espacio donde se libró un combate ideológico basado en la dialéctica del bien y del mal, de lo bueno y de lo malo, del amigo y del enemigo. En definitiva, la literatura utilizó su pluma como un “arma” de guerra al servicio de unos ideales políticos que posteriormente ayudarían a la construcción de la identidad cultural nacional del Nuevo Estado.
La guerra es el grado máximo de destrucción y muerte. En el ámbito de la guerra, el cuerpo del enemigo se convierte en un auténtico campo de batalla. La extrema crueldad con la que se cometieron las acciones en nuestra guerra civil estuvieron pautadas por la deshumanización de las víctimas mediante la representación imaginaria del enemigo. Esta distinción imprescindible marcará la cultura de guerra surgida en la retaguardia y que se expresaría en forma de estereotipos culturales, ideas preconcebidas de etiquetación, diferenciación y clasificación social.
La radicalización del discurso político a partir de las elecciones de febrero de 1936 puso en primera línea la concepción de un país a través de binomios opuestos: el bien y el mal, la luz y la oscuridad, lo sano y lo enfermo, España y la Anti-España. El estallido de los combates en julio dará rienda suelta a la más bajas pasiones, difundiendo desde la hostilidad la imagen del Otro, definido, sobre todo, por su carácter extranjero, como lo era la masonería, el marxismo y el judaísmo. Bajo el epíteto de rojos se llevó a cabo una categorización a través de una serie de atributos, de defectos en el carácter del individuo. Alrededor de la imagen del rojo habrá todo un núcleo de estereotipos psicológicos, sociológicos e históricos que no tardaron en llegar a la literatura y propaganda, ofreciendo una versión moralizadora y codificada de los hechos.
Los rojos eran tachados de frívolos, separatistas, traicioneros, canallas y criminales. Pero, ¿cómo se forjó esta imagen? Como ya hemos señalado los años anteriores al estallido de la rebelión militaron fueron muy convulsos. Los mitos y las imágenes ya estaban presentes de alguna manera en el imaginario colectivo, y el inicio de la guerra lo que hizo fue rebrotarlos y sobredimensionarlos. Así, se utilizarían imágenes recuperadas de la Gran Guerra y de la Revolución Rusa para justificar la bolchevización y extranjerización de la República. Además los hechos de Asturias de 1934 y la victoria del Frente Popular reforzarían este imaginario. De esta manera las diversas definiciones de los republicanos como moscovitas o rusificados reafirmaría la propia identidad de los sublevados construida en clave plenamente española, y desde 1936, también religiosa.
Desde el primer momento, y sobre todo durante el primer mes y medio, la gran mayoría de las proclamas y de la propaganda insurgente se centró en la apelación a la salvación de la patria. La rebelión era justificada mediante la invocación del peligro ruso, de la posibilidad de la conversión de España en un satélite soviético al servicio de la conspiración mundial encabezada por el bolchevismo, la masonería y el judaísmo[2]. En las revistas satíricas como La Ametralladora los rusos aparecían como la encarnación de la bestia cuyo paso dejaba un rastro horripilante de dolor y miseria. Y así aparecía en los discursos:
«La revolución roja es satánica. No cabe duda Las hordas sacrílegas desencadenadas sobre España y de modo especialísimo sobre esta pobre Cataluña, lo proclaman abiertamente. […] He aquí el fruto de la tiranía soviética elevada sobre las ruinas de un separatismo prehistórico y de un catalanismo, expresión política de la parte más laboriosa y menos dotada de sentido político entre todas las que integran España[3].»
La propagación de los horrores cometidos por los rojos en la guerra formó la principal imagen del enemigo. Relatos en periódicos, esquelas y vivencias de las víctimas se verán manipulados por la propia propaganda que, con deseo de venganza, llevó a difundir la existencia de “listas rojas” donde aparecían todas las personas reaccionarias y de prestigio de cada una de las ciudades, con sus señas personales, domicilios y formas de ser asesinados. Además, durante el transcurso de la guerra, se presentaron sucesivos avances del informe oficial sobre crímenes cometidos bajo la dominación roja[4]. En estos informes era reiterado el uso de la bestia apocalíptica para figurar la crueldad exterminadora del marxismo: «la bestia roja —engendro de todos los monstruos apocalípticos— mantiene con perversidad y contumacia insospechadas el mismo brío brutal, la misma acometividad feroz que en sus comienzos […][5]»
De los relatos y testimonios de las víctimas —fuente histórica fundamental pero que plantea problemas metodológicos importantes— emanaron productos que, adornados con artificios literarios y persuasivos, hicieron su propia labor propagandística.
Pero la proliferación de relatos sobre el Terror Rojo no fue ajena a la aparición paralela de su opuesto: los republicanos también supieron narrar y difundir el Terror Fascista, sobre todo en el contexto internacional por donde circulaban fotografías de víctimas civiles provocadas por los bombardeos aéreos fascistas. La condición social de las víctimas y la fuerte demanda de testimonios en la España nacional provocó que estas narraciones se convirtieran en uno de los géneros literarios más boyantes, convirtiéndose el Terror Rojo en uno de los grandes fenómenos culturales del conflicto.
Si es difícil responder ¿qué es la literatura?, aún más difícil es, si cabe, responder cuáles son las pretensiones de la literatura en una determinada época. Puede afirmarse que la mayor parte de la literatura que se escribió durante la Guerra Civil desde cada una de las dos zonas se puede encuadrar en una categoría llamada literatura de combate que, emanada de los acontecimientos y las vivencias y convertido en material literario, se trocaría en un arma política.
De estas narraciones bélicas —las del bando nacional—, se pueden distinguir dos modelos , que a su vez, se convertirían en protagonistas del terror: por una parte, la mecánica del crimen comunista; y por otra, la orgiástica efusión de la destrucción anarquista. La primera de ella idealiza al comunista frío y metódico que obedece a un plan sistemático; el segundo, representa al miliciano violento y desatado, sucio y movido por la ira anticlerical. Sin embargo, como construcciones identitarias que son, sus intercambios y solapamientos son frecuentes, cuyo reflejo se puede ver en las obras de la época. Pero hay que tener en cuenta que la utilidad del terror solo existe si sus resultados se publicitan convenientemente, y en este ámbito los sublevados se desenvolvieron con gran maestría, hasta hacer de él su mejor arma para imponerse sobre la sociedad. La exhibición del cuerpo inerte se convirtió en un elemento de carácter ejemplificador de la violencia, y no solo extendía el terror en la sociedad, sino también a nivel particular, es decir, al círculo más íntimo del asesinado. Mostrar al enemigo como una chusma sucia y maloliente, degenerada, violenta y aprovechada fue un elemento común de buena parte de los libros que, publicados en Sevilla, Zaragoza, Burgos o Valladolid, describían aquel infame mundo dominado por los rojos. Un mundo donde dominaba «la miseria y el andrajo[6]», que como si de un cuerpo enfermo se tratara, había que extirpar.
Ninguna otra institución o colectivo, ni siquiera el Ejército sublevado o la Falange, sufrieron una violencia tan rápida y metódica como la que sufrió la Iglesia. Así los ratificarían los primeros testimonios y la Causa General, y es que bastaba “llevar sotana” para ser objeto de la ira popular. A excepción de muy pocos seglares, la inmensa mayoría de las víctimas eclesiásticas sufrieron torturas, amputaciones y lentas agonías, y casi nunca morían por arma de fuego, sino que eran ahorcados, asesinados con arma blanca o incluso quemados: «La barbarie roja no se recató en la comisión de sus crímenes al ejecutarles en el mismo casco de la población de Madrid, […] sobre cuyo cadáver se coloco un letrero: soy Jesuíta, lo que motivó que grupos extremistas corrieran a verle y le escarnecieran, permaneciendo en la calle el cadáver durante bastantes horas[7]».
Terror Rojo, evadidos, ejecutados, prisioneras soviet: los títulos que aparecieron en la retaguardia franquista hablaban claramente de la intencionalidad literaria. Pero, sin duda, una de las piezas literarias más importantes y que mejor refleja la retaguardia revolucionaria desde la óptica del enemigo, es la celebérrima Madrid de corte a checa de Agustín de Foxá, donde representa el centro de la capital invadido por las masas revolucionarias, por los fracasados, enfermos y feos, donde el terror inmovilizaba a la ciudad[8]. Su literatura y su retórica contribuían a acrecentar y cuando no crear, la desempatía y el desprecio hacia los habitantes de la zona roja. Leer a Foxá es adentrarse en la ciudad: «Pasaban masas ya revueltas, mujerzuelas feas, jorobadas, con lazos rojos en las greñas, niños anémicos y sucios, gitanos, cojos, negros de los cabarets, rizosos estudiantes mal alimentados, obreros de mirada estúpida, poceros, maestritos amargados y biliosos[9]». Además, revistas como Vértice o el ABC de Sevilla propagaban también este estereotipo de villano republicano.
De la misma manera que la guerra —y su relato— evolucionó, la literatura también experimentó un cambio acorde a lo ocurrido en la retaguardia y en los mecanismos de represión. De una primera etapa de revolución y eclosión desenfrenada de violencia, se pasa a una represión medida y sistematizada. Y es aquí donde las famosas checas tienen su lugar en la literatura. No hay relato que trate de Madrid o Barcelona que no haga alusión a las checas, descritas como sótanos tétricos, siniestros, que servían de cámaras de tortura de milicianos sucios y malvados. Los rojos de las checas eran seres supurantes, sudorosos, malolientes, sarnosos y sifilíticos, productos de la enfermedad y la degeneración, eran el cáncer destructor de la verdadera nación[10].
Es en este ámbito donde cobra una especial importancia el creador de las checas de Barcelona, Alfonso Laurencic, que descrito como un genio tenebroso ofreció sus conocimientos de arquitectura al “grotesco y sanguinario Comité rojo”. Fue el creador de las llamadas celdas psicotécnicas, cuya única finalidad era agotar mentalmente al detenido, que además estaba expuesto a continuos interrogatorios. Medios psíquicos como espirales, cuadros blancos y negros simulando un tablero de ajedrez, líneas onduladas y puntos, influenciaban en el sobreexcitado sistema nervioso del preso, a lo que se añadía la imposibilidad de permanecer quieto en el pequeño espacio que componía la celda.
La literatura, la prensa y la comunicación extendió y repitió estas descriptivas imágenes que a simple vistas pueden parecer simples y básicas, pero que sin embargo, fueron utilizadas para una reordenación del mundo social. Y es que entender una palabra o una imagen no es solo saber qué significa, sino saber cómo funciona en el juego del lenguaje de la propaganda, que en este caso, es explícitamente violento.
Al finalizar la guerra, el gran relato del Terror Rojo no desapareció del todo. La política del bando vencedor se dedicó fielmente “al deber de cultivar la memoria” tal y como el Caudillo señalaba en su mensaje. La cultura de guerra construida en torno a los crímenes enemigos se transformaría en una cultura de la depuración del marxismo de la sociedad española. Además, tendría el aval científico de las investigaciones del doctor Vallejo Nájera.
El paso de los años no borraría el relato, y los nuevos gobernantes de España rememorarían de manera constante el recuerdo de la violencia enemiga y de sus víctimas, los caídos por Dios y por España, los mártires de la Cruzada, a través de discursos, misas de réquiem, textos literarios, representaciones pictóricas, documentales, lápidas y un sin fin de cruces que se repartirían por toda la geografía española. Y no solo mantuvieron la memoria de sus muertos, sino que conseguirían borrar de la faz de la memoria social y colectiva las víctimas del bando republicano. Así, durante muchos años en España ha habido una sola versión oficial de la guerra, una sola memoria de lo ocurrido, un solo tipo de víctimas.
[1] SEVILLANO, F., Rojos. La representación del enemigo en la Guerra Civil, Alianza Editorial, Madrid, 2007, pág. 176.
[2] NÚÑEZ SEIXAS, X. M., “El miedo al extranjero, o el enemigo como invasor (1936-1939)” en BERTHER N., SÁNCHEZ-BIOSCA, V., Retóricas del miedo. Imágenes de la Guerra Civil Española, Casa de Velázquez, Madrid, 2011, pág. 63.
[3] PÉREZ DE OLAGUER, A., El Terror Rojo en Cataluña, Ediciones Antisectarias, Burgos, 1937, pág. 9 y 60.
[4] Su nombre completo era Avance del informe oficial sobre los asesinatos, violaciones, incendios y demás depravaciones y violencias cometidas en algunos pueblos del mediodía de España por las hordas rojas marxistas al servicio del llamado Gobierno de Madrid.
[5] Quinto avance del informe oficial sobre los asesinatos, violaciones, incendios y demás depravaciones y violencias cometidos en algunos pueblos del mediodía de España por las hordas rojas marxistas al servicio del llamado Gobierno de Valencia, citado en SEVILLANO, F., (2007), pág. 53.
[6] BORRÁS, T., Checas de Madrid, Cádiz, 1939, reed. por Luis Caralt, 1956, pág. 28.
[7] Causa General. La dominación roja es España. Avance de la información instruido por el Ministerio Público, Ministerio de Justicia, Madrid, 1943, pág. 191.
[8] DE FOXÁ, A., Madrid de corte a checa, Bibliotex, Barcelona, edición de 2001, pág. 239.
[9] Íbidem, pág. 167.
[10] ERGUÍA RUIZ, C., Los causantes de la tragedia española, ED. Difusión, Burgos, 1938.
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Rodríguez Pérez, Irene: Literatura para una guerra. El relato del Terror Rojo. (25 de mayo de 2017) en La Misma Historia [Blog]. Recuperado en: https://lamismahistoria.es/terror-rojo/ [Consulta: fecha en que hayas accedido a esta entrada]
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