Muchas son las personas que se acercan de una forma u otra a la Historia Contemporánea de España, y aunque seguramente a todos suene el nombre de “Amadeo de Saboya” o “Amadeo I” es muy poca la importancia que se le da a este monarca, el cual no solo fue el personaje que trató de convertirse en adalid de la modernidad durante su reinado, sino que por sus costumbres y hechos transformó desde su base, en tan solo dos años, dos meses y siete días que duró su reinado, la institución de la monarquía española.
A partir del año 1863, el reinado de Isabel II entra en una etapa de descomposición del sistema político debido a varios factores, entre los que cabe destacar: la exclusividad de los gobiernos de corte moderado dentro de la política del país y la escandalosa vida de la reina, que enturbiaron notablemente la imagen de la monarquía. Desde el 1863 hasta 1868, año en que fue destronada la reina, el sistema moderado se hundía y arrastraba consigo a la monarquía. Los progresistas y los demócratas, ante la imposibilidad de participar en la política del sistema isabelino, se fueron inclinando cada vez más por la vía insurreccional. Antes de la revolución de 1868 hubo varios intentos, vanos, de pronunciamiento con el objetivo de intentar abrir la base política del régimen implantado por Isabel II. El protagonizado por Prim o la sublevación del Cuartel de San Gil en 1866 son un buen ejemplo de ello. Ante el fracaso de estos intentos por cambiar la política del sistema se fue forjando una conspiración que se consolidó con la firma del Pacto de Ostende, en agosto de 1866, que agrupó a progresistas, demócratas y más tarde, al morir O’Donnell en 1867, a la Unión Liberal. Con este pacto ya no se quería abrir la base política del gobierno de Isabel II sino que se pretendía destronar a la reina sin renunciar a la institución monárquica.
La conspiración, además de con el cuerpo militar, contó con una extensa trama civil generada a través de los clubes y asociaciones progresistas y demócratas. El 18 de septiembre de 1868, liderada por Topete, la flota naval situada en Cádiz se pronunció al grito de «¡Abajo los Borbones! ¡Viva España con honra!», dando lugar a la revolución, conocida como “la Gloriosa”, la cual acabó días después con la victoria de los sublevados, obligando a Isabel II y a toda su familia a marchar al exilio. La Gloriosa permitió que progresistas, demócratas y parte de la Unión Liberal accedieran al poder. Estas tres formas de pensamiento fueron convocadas a la formación de unas Cortes Constituyentes de la que nació la constitución del año 1869, donde se fijó la monarquía como forma de organización del estado español. La implantación de una república se propuso como una posibilidad de cambio y modernización del país, pero finalmente esta idea fue descartada, ya que además de que la experiencia republicana en España era nula, tampoco había en Europa referentes sólidos a los que imitar. La monarquía que propugnaba la constitución de 1869 defendía un cambio de dinastía, donde el rey no asumiese todos los poderes, estando supeditado a un parlamento al que debía rendirle cuentas.
Cuando la constitución del año 1869 fue aprobada, el trono español estaba vacante, así que las Cortes decretaron que Francisco Serrano fuera nombrado regente y Juan Prim presidente de gobierno, el cual sería el encargado de instaurar una nueva dinastía para evitar el regreso de los Borbones. En el año 1870, un año después de la aprobación de la Constitución, España continuaba sin tener un rey a pesar de que su Carta Magna la definía como un Estado monárquico. Fueron muchos los aspirantes que Prim, deseoso de implantar una nueva dinastía capaz de convertirse en motor de la regeneración nacional y encuadrada en una constitución progresista, seleccionó como futuro rey.
El Duque de Montpensier, cuñado de Isabel II, fue uno de los candidatos que más posibilidades tenía. Él había favorecido económicamente a los revolucionarios del 68, pero tenía muchos enemigos y se convirtió en un personaje impopular. Otro de estos candidatos fue también el general Espartero, quien rechazó el ofrecimiento debido a su edad. Sin embargo, hay que añadir que desde el principio la atención de Prim se centró en Italia con Amadeo de Saboya cuyo padre, Víctor Manuel, rechazó la oferta de que su hijo fuese rey de España debido a los grandes problemas que se le estaban presentando con la unificación del incipiente territorio italiano. Ante la negativa de Amadeo de Saboya de ocupar el trono español, Leopoldo Hohenzollern-Sigmaringen, pariente del rey de Prusia, se presentaba como una opción posible para ocuparlo. Francia, que estaba viendo como el nacionalismo alemán crecía y que la unificación alemana era inminente, se opuso de forma rotunda a que este personaje fuese el representante de la monarquía española, ya que pensó que en un futuro cabía la posibilidad de que se anexionase el territorio alemán y el español, dando lugar a una gran potencia.
Ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos, Prim nuevamente volvió a pensar en la candidatura del hijo de Víctor Manuel. Esta vez el rey italiano aceptó la oferta, culminado ya el proceso de unificación italiana (asunto que le costó la excomunión por parte del papa Pío IX) y deseoso de controlar otras partes de Europa. Amadeo, que no tenía experiencia política y prácticamente no conocía España, se sometió a la voluntad de su padre a disgusto, al igual que su esposa, María Victoria della Cisterna, la cual era profundamente católica y no deseaba reinar sobre un país cuya Constitución reconocía la libertad de cultos. Sobre la figura del nuevo rey quedaban enlazados el pasado y el presente español, aunque no existiesen unas raíces y una herencia que justificasen su reinado, siendo la fuente de legitimidad su capacidad para garantizar la transición ordenada de una España revolucionaria y anticuada a una España moderna, sin renunciar a los componentes del carácter y la esencia de lo español. El rey, únicamente, conservaba la titularidad del poder ejecutivo, pero no lo ejercía por sí mismo, sino a través de sus ministros, siendo entonces su principal función ratificar las leyes aprobadas en las Cortes.
La nueva monarquía, inaugurada el 16 de noviembre de 1870, estaba representada por un monarca cuyas funciones políticas eran muy reducidas. El rey tenía que ser el árbitro de la disparidad ideológica y constructor de un sistema con una base política lo suficientemente amplia que permitiese acoger, en la medida de lo posible, a todas las formas de pensamiento del periodo. Para consolidar esta nueva dinastía dentro del país y conseguir fuerza ideológica, entre el mayor número de sectores posibles, la monarquía necesitó proyectar una imagen al pueblo cargada de un gran potencial simbólico que desbordaba la propia regulación constitucional, yendo más allá del simple juego político.
Con la modernización de la institución monárquica los reyes se convirtieron en personas de carne y hueso, utilizando su supuesta vida privada para criticar o alabar a la monarquía. Esta falta de privacidad de la familia real se evidenció en el hecho de que incluso la comida del rey fuese objeto de burla entre los sectores contrarios a éste, ya que el monarca tenía un menú que se repetía casi a diario, basado en carne guisada y patatas cocidas para comer y guindillas en aguardiente aderezadas con pimienta provenientes de Turín para el postre, las cuales picaban tanto que prácticamente nadie podía aguantarlas.
La familia de Amadeo refleja los valores burgueses dominantes en la sociedad europea del siglo XIX, valores que hasta ese momento habían sido ajenos a las personas que representaban a la institución real. Dentro de esos valores burgueses se observa una división de funciones. El esposo tiene un papel muy activo en la política y la mujer es la encargada de cuidar a sus hijos y tener todo listo en casa para que el marido pueda desarrollar sus funciones públicas. Esta tarea, junto con su capacidad para influir en las decisiones de su marido, era la única forma que las mujeres tenían para participar en política. Este reparto, derivado del modelo social burgués, reproduce una desigualdad de género que manifiesta la contradicción inherente al discurso revolucionario desde la experiencia francesa. Se consolida así una desigualdad social y jurídica en el seno de una sociedad que habla de la igualdad y de la progresiva participación de los ciudadanos en la política. En esta distribución de roles quedan encuadrados Amadeo y Mª Victoria, quienes aspiraban a convertirse en un referente moral e identitario de la monarquía. En esta pareja se observa una clara separación de las funciones a diferencia de su predecesora, Isabel II, a quien por nacimiento le correspondía ser la máxima representante de la monarquía, donde su consorte Francisco de Asís quedaba en un segundo plano a nivel político.
La revolución de 1868 acaba con Isabel II, representante de una monarquía asentada en un liberalismo muy conservador, de corte aristocrático, ostentosa y poco abierta al cambio, para dar paso a un sistema monárquico mucho más cercano al pueblo, defensor de una democratización del sistema político y austero. Existen muchos ejemplos del nuevo sentido de la realeza. Uno de los más significativos se observó en el Palacio Real, donde la mayoría de las habitaciones quedaron cerradas con el objetivo de ahorrar gastos en luz y conservación. El príncipe italiano, venido a ocupar el trono vacío de los Borbones, al entrar por primera vez en la capital del reino causó admiración entre las mujeres de clases bajas y medias, mientras los hombres, de estas mismas clases sociales, vieron en él depositada la idea de esperanza y cambio.
Cuando Amadeo llegó al trono tan solo tenía 24 años. Era el prototipo de joven burgués, aunque recibió una educación ajena a las grandes preocupaciones de la alta burguesía. Al acceder al poder, el rey contaba con una férrea formación militar, siendo este un rasgo muy sobresaliente para configurar la imagen de “rey soldado”, capaz de morir por la patria como un ciudadano más. Esa virtud militar de Amadeo fue una imagen muy utilizada en España, apreciándose en los retratos del monarca donde aparece siempre con su atuendo militar y en una posición que sugiere valentía. De este monarca, además de su valor militar y valentía se exaltaba su juventud, que en el ideal burgués se asimilaba a un espíritu emprendedor. Sin embargo, esta imagen de rey joven fue utilizada por algunos políticos españoles del periodo, destacando a Zorrilla, como un aspecto negativo asociado a la inexperiencia.
En Amadeo I, como ya se ha indicado anteriormente, destacaba la imagen de modestia y sobriedad en sus actos, algo que heredó de su padre Víctor Manuel en cuya corte, según algunos autores, nunca abundó la ostentosidad, sino la modestia y la sencillez tan típica de las familias burguesas del XIX. El rey actuaba como un ciudadano cualquiera, dando siempre una imagen de cercanía al pueblo. Esta modestia real destacó desde el primer instante que el rey aceptó el trono, momento en el que los diputados que componían las Cortes quisieron hacerle un acto ceremonial de toma de posesión, que el nuevo rey rechazó. Durante su reinado estas muestras de sencillez fueron muy habituales. Así por ejemplo, el nuevo monarca visitó hospitales, como el Hospital Militar de Madrid donde recorrió las instalaciones del recinto, la sala de los enfermos de viruela y la cocina, llegando a probar comida hecha para los enfermos. El rey también solía pasear por Madrid a diario sin escolta y sin ningún tipo de distinción. Las fuentes también narran que en otras ocasiones fue al mercado a comprar verduras y otras provisiones, así como a montar en tranvía como un ciudadano más. La prensa de la época criticó su imprudencia a la hora de salir de palacio sin escolta, aunque esto formó parte de la construcción de su imagen como “rey valiente”.
Otra de las fórmulas que ayudaron a la construcción de una imagen cercana al pueblo fueron los viajes reales, los cuales se hacían con el objetivo de conocer los diferentes puntos del país y ver qué necesidad tenía cada pueblo. El rey quería que en sus visitas se prescindiese de grandes manifestaciones oficiales para que los habitantes pudiesen mostrar lo que sentían hacia su persona. Dentro de esa imagen de “rey popular” también adquirió especial relevancia su fama de mujeriego, que coincidía con la imagen de don Juan español. A pesar de las infidelidades, el matrimonio saboyano se presentaba como una pareja modélica que se profesaba amor y respecto, y aunque lo cierto es que Mª Victoria no estaba de acuerdo con las infidelidades de su esposo nunca trascendió a la opinión pública. Esta imagen de pareja discreta y amorosa contrasta con la imagen de Isabel II y su esposo, cuyas infidelidades fueron objeto de muchas críticas.
Esta falta de majestad de los monarcas no fue concebida por sus detractores (alfonsinos, carlistas, aristócratas, etc…) como una forma de acercamiento popular desinteresado sino todo lo contrario, era considerada como un signo de debilidad, ya que los reyes no podían renunciar a las formalidades propias de la monarquía. Así por ejemplo, El pensamiento español, periódico ultracatólico opuesto a nueva monarquía, afirmaba que los sectores afines a los monarcas saboyanos solo resaltaban los actos más superficiales y sobrios de su vida, con el objetivo de dar una visión cercana pero artificial sobre sus personas.
Al igual que su esposo, Mª Victoria también dio una gran importancia a su imagen social. Por una parte representaba la perfección en su papel de madre, esposa fiel y abnegada, que se mantuvo al margen de la política. Pero por otra, su gran formación y posición le permitían asesorar al rey. Ella quedaba a salvo de las críticas. Su imagen se benefició, de alguna manera, de los escándalos y excesos cometidos por Isabel II, que deterioraron profundamente la imagen de la monarquía. Se trataba de una figura vinculada de forma directa al ámbito doméstico donde cuidaba y educaba a sus hijos. En la documentación de la época se resalta su carácter discreto, el cual se puede observar incluso en sus retratos, en los cuales aparece representada como una dama de la alta burguesía con ausencia de una belleza deslumbrante. La reina además era una católica ejemplar, tenía unos sentimientos religiosos muy fuertes, pero sus formas de manifestarlos distaban mucho de alcanzar el fanatismo o la superstición, como si ocurría con Isabel II. Mª Victoria personificaba la combinación entre el fervor religioso y la razón, la cual había sido defendida por un amplio espectro revolucionario.
La caridad, al igual que su esposo, fue otra de las facetas que ayudaron a la reina a consolidar su imagen. Cuando llegó de Italia y desembarcó en Alicante las crónicas se hicieron eco del reparto de una peseta y pan a cada pobre. En las audiencias, la reina recibía individualmente diversas peticiones de instituciones o personas que necesitaban algún tipo de ayuda (ropa, alimento, dinero…). Estas audiencias eran casi diarias y en ellas escuchaba miserias de todo tipo. Su carácter generoso se materializó también en la fundación de varios establecimientos benéficos en Madrid, como el asilo de las lavanderas o una casa de acogimiento para los hijos de las operarias de la fábrica de tabacos, utilizando para ello sus propios fondos económicos.
Mª Victoria antes de ser reina adquirió una gran formación. Conocía varias lenguas, entre ellas el español, así como el arte y las tradiciones españolas ayudando de esta forma a mejorar la imagen de la nueva monarquía ya que Amadeo, además de desconocer el idioma, apenas había tenido contacto con España antes de llegar al trono. En este sentido la reina complementaba la figura del rey, superando además la imagen de Isabel II, quien tenía graves faltas de ortografía, así como un escaso gusto por los placeres intelectuales (arte, música, lectura…), y aunque solía hablar mucho y con gracia sus conversaciones, salvo en ciertos temas, eran vanas. Tenía por tanto fama de ser una mujer inculta y burda, a diferencia de Mª Victoria que se la consideraba una mujer culta y llena de virtudes, aunque careciese de los hábitos propios de reina.
Evidentemente no todo el mundo tenía una visión positiva hacia la nueva dinastía, como fue el caso de los republicanos, que nunca vieron con buenos ojos al monarca, evidenciando a través de su prensa que todos los gestos de llaneza y cercanía popular de la monarquía no eran más que actuaciones vacías de contenido para ganarse el favor popular. La nobleza, temerosa de perder los privilegios que tenía con la anterior reina y sabiendo que no los iba a conservar con un rey cercano al pueblo y alejado de los privilegios nobiliarios, también se declaró en contra de Amadeo, a quien no solo no le ocultaron su desprecio y rechazo, sino que aprovecharon hasta la más mínima ocasión para mostrar su adhesión hacia la casa Borbón. Aunque en algunas ocasiones, los nobles se acercaban a los monarcas e iban a algún acto que organizaban para poderles criticar más descaradamente. El origen extranjero de los nuevos reyes fue uno de los puntos débiles en su imagen, aunque para ello se creó una construcción ideológica, sin ningún tipo de fuerza, que hacía especial hincapié en resaltar que tanto el pueblo español como el italiano tenían un origen latino, buscando así raíces históricas comunes entre ambos territorios.
La relación de la dinastía con la Iglesia fue también compleja y un elemento de primer orden en su imagen pública. El clero español tenía una imagen muy negativa hacia el monarca debido a que era hijo de un rey excomulgado, dato que por otra parte le concedía cierta simpatía entre los sectores más progresistas del país. El rey, a pesar de los problemas que su padre tuvo con el papado, quiso normalizar las relaciones con El Vaticano y obtener el reconocimiento del papa Pío IX. Ambos, especialmente la reina, eran muy religiosos y buscaban en la aprobación papal un respaldo a sus propias creencias. También perseguían, con ese apoyo, legitimar la dinastía en un país en el que el peso de la Iglesia era evidente. No obstante, a pesar de su religiosidad, la Santa Sede optó por la dilación en las negociaciones, teniendo en cuenta la precaria situación del reinado y la oposición activa que presentó la Iglesia española en contra del nuevo monarca.
Más allá de las relaciones con las altas instancias eclesiásticas, el rey se comportaba como un católico ejemplar. En todos sus viajes visitaba los templos y se inclinaba ante el altar mayor, actos que fueron calificados por parte de la derecha ultracatólica como símbolos hipócritas. Las manifestaciones religiosas de la reina permitían disipar cualquier duda sobre la catolicidad de la nueva dinastía, y aunque no se dudaba de su autenticidad, sí se ponía de relieve el interés de la reina en resaltarlas con el objetivo, quizás, de ganarse el favor de las clases más conservadoras y católicas de España. A pesar de todo, los reyes no lograron captar la simpatía del pueblo, por lo que esta dinastía en España siempre se identificó con la indiferencia y la hostilidad, así como con una constante tensión entre la corona y la sociedad.
La ingobernabilidad del país alcanzó su punto álgido con el atentado que sufrió el monarca en la calle Arenal. El rey, falto de apoyos y con muchos problemas por resolver abdicó el 11 de febrero de 1873. Con la renuncia de Amadeo de Saboya se ponía de manifiesto el fracaso de la revolución septembrina.[1] A partir de ese momento, en prácticamente todas las fuentes europeas y sobre todo italianas, la figura del rey se presentaba como la de un hombre honesto y noble que no pudo gobernar a un pueblo analfabeto, desagradecido y fanático. Amadeo después de abdicar en España no volvió a ser el mismo. Se sumió en una profunda depresión que nunca llegó a superar del todo.
BIBLIOGRAFÍA
- DE AMICIS, Edmondo, España: viaje durante el reinado de Don Amadeo I de Saboya, Madrid, 2002
- BOLAÑOS MEJÍA, Carmen, El reinado de Amadeo de Saboya y la monarquía constitucional, Madrid, 1999
- GUTIERREZ LLORET, Rosa Ana, “Isabel II”, en Cervantes virtual. Disponible en: http://www.cervantesvirtual.com/bib/historia/monarquia/isabel2.shtml [18/06/2014]
- MIRA ABAD, Alicia, “La monarquía imposible: Amadeo I y María Victoria”, en LA PARRA LÓPEZ, Emilio (coord.), La imagen del poder: reyes y regentes en la España del siglo XIX, Madrid, 2011
- PEREZ GALDÓS, Benito, Amadeo I, Madrid, 1997
- RUEDA HERNANZ, Germán, Isabel II, Madrid, 2001
- VILA-SAN-JUAN, José Luis, Amadeo I: el rey caballero, Barcelona, 1997
[1] BOLAÑOS MEJÍA, C., Opus cit., p. 183-294
[alert-announce]Autor: David Bastías Narejos
Tengo 22 años. Soy graduado en historia por la Universidad de Alicante y actualmente estudio un máster centrado en la historia contemporánea. Normalmente me dedico al estudio de la monarquía española, su imagen y los fundamentos legitimadores de la misma, aunque también he escrito algo sobre el Franquismo. En estos momentos estoy investigando acerca de la figura de Fernando VII y la inestabilidad política que caracterizó a su reinado. Dato de contacto: dbn05@hotmail.com
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